Juan Carlos Rogríguez nos enseñó que la literatura no ha existido siempre

Los profesores debemos saber algunas cosas que no pertenecen al temario de nuestras asignaturas. A mí me gusta repetir una de ellas: no es lo mismo tener un empleo que tener un oficio. La necesidad de un empleo tiene que ver con el sueldo que paga las facturas; la suerte de poseer un oficio nos permite ganarnos la vida en un sentido más profundo. Se trata de cumplir una vocación, desarrollarnos como personas, convertir nuestro trabajo en el primer ámbito de compromiso con la sociedad. Ser un buen periodista, un buen médico, un buen profesor, un buen científico..., es la tarea individual de los que se ganan una vida propia dentro de una navegación colectiva.

Un maestro es alguien que nos ayuda a formarnos y nos contagia una vocación. Juan Carlos Rodríguez era un maestro porque su sabiduría se transformaba de inmediato en una forma de mirar el mundo y en un acto de seducción. Pensaba en alto, dejaba suspendidas en el aire palabras como decisivo y obvio y creaba un ámbito de complicidad en el que los aprendizajes suponían un deseo de participación. En una de mis novelas, 'Alguien dice tu nombre', el protagonista es un joven estudiante de la Universidad de Granada deslumbrado por un profesor capaz de hacerle olvidar la burocracia de los temarios, los aprobados y los suspensos. Las asignaturas se convertían en pasión de vida. El modelo de ese personaje de ficción era Juan Carlos Rodríguez, maestro obvio y decisivo durante años para muchos de nosotros.

Resulta difícil comprender hasta qué punto un análisis de los sonetos de Garcilaso o de las liras de San Juan de la Cruz puede convertirse en una toma de conciencia. El debate entre la pureza y el compromiso político pierde interés cuando se comprende que la literatura es una experiencia histórica. Dejan de tener sentido las torres de marfil y los panfletos. El lugar de la historia y de la ideología no se limita a las batallas, los parlamentos y los progresos científicos. Los seres educados en sociedad aprenden un sentido del tiempo a la hora de decir soy yo, soy hombre, soy mujer, te quiero o tengo miedo. Tan históricos son los sentimientos como las constituciones. La emancipación o la dependencia no sólo se producen en las plazas. Afecta también a la sentimentalidad. De ahí los laberintos de la literatura.

Por eso Juan Carlos nos enseñó el peso de la historia y el compromiso hablando de Garcilaso, no de novelas sociales. Y por eso sus alumnos comprendimos la tarea de construir una sentimentalidad otra cuando apostamos por la poesía.

Para enfriar su vacío, para negociar su pérdida con mi memoria, prefiero ahora convocar únicamente recuerdos teóricos. Juan Carlos nos enseñó, por ejemplo, a darle importancia a la mirada. Nos enseñó a preocuparnos por el telescopio de Galileo y por los movimientos de la tierra. Nos enseñó que las relaciones entre la escena teatral y la mirada del espectador condensan la idea que tiene una sociedad sobre el Estado. El teatro de Moratín insiste en la representación pública de la vida privada porque los ilustrados estaban extendiendo la metáfora del contrato social. Pretendían definir la vida pública como una articulación armónica de los intereses privados. De ahí los argumentos en los que las niñas dejan de aceptar matrimonios impuestos por sus padres o se condenan a la mentira si acaban por caer en manos del sí hipócrita.

Juan Carlos nos enseñó a comprender el papel del vitalismo en las rebeldías que surgieron con el fracaso del contrato social moderno. La felicidad prometida fracasó cuando al progreso se le cayó la máscara y mostró el imperio avaricioso del mercado. Los poetas se prestaron a representar el sueño de las víctimas, el mundo de los márgenes, la rebeldía de los no integrados. El esteticismo fue una invitación a vitalizar la poesía o a poetizar la vida, un fluido que cruzó los paisajes románticos, modernistas y vanguardistas. Quebrar ese horizonte, poner en duda la pureza de un sujeto trascendental, era más comprometido, más arriesgado, que deformar palabras con voluntad circense. La batalla estaba en Kant, no en los diversos espectáculos del malditismo. Eso era el saber universitario: un modo de tomarse en serio los libros para mirar hacia la calle.

En fin, Juan Carlos Rogríguez nos enseñó que la literatura no ha existido siempre. Lo que hoy entendemos por literatura pertenece a la construcción del sujeto moderno con el que poco a poco el humanismo quiso sustituir a los siervos de las culturas sacralizadas para mirar con libertad hacia las estrellas. Me recuerdo apasionado con la idea de que el teatro medieval no era teatro, sino una representación muy parecida a la misa. Conocer la lógica del pasado implicaba una buena vía de reflexión sobre los juegos del poder en el presente.

No quiero convocar recuerdos personales, pero resulta imposible. El último libro que publicó Juan Carlos, 'Entre el bolero y el tango (los cuerpos hablan)', es una meditación sobre el populismo, la identidad, Borges y la poesía de carácter no académico. Su lectura me llevó a recordar cientos de noches en nuestro bar de siempre, La Tertulia, en las que hablar de Discépolo, Manzi, Latinoamérica, España, Baudelaire, Machado, Brecht o el telescopio de Galileo era un ejercicio inseparable de las preguntas y las sospechas. ¿Qué hacer? ¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura? ¿Cómo hay que mirar? ¿Cómo se formula un pensamiento capaz de romper la norma? A finales de los años 70 se apagaba la dictadura de Franco, pero la democracia no era para nosotros el rito de votar cada 4 años. Pretendíamos transformar la vida y la historia.

Fue un sueño honesto, o por lo menos fue nuestro sueño, hasta el punto de que aprendimos así a elegir nuestras derrotas. A Juan Carlos, maestro, camarada, amigo, no sólo le debo haber entrado en ese sueño, sino también seguir manteniéndolo cuarenta años después. El porvenir es largo.

(Fuente: "El telescopio de Galileo", Luis García Montero, Ideal, 30/10/16)

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