"El tango es el único baile que no mimetiza el coito sino que es realmente una forma de coito" (Juan Carlos Rodríguez)

El tango nace seco. En principio no admitió más humedad que la de los propios cuerpos que se adherían al danzarlo. Porque el tango ante todo -dijimos- fue baile: en los ghettos de los emigrantes que llegaban a Buenos Aires por miles y se arracimaban en la miseria y el dolor del primer estirón brutal (la auténtica acumulación primitiva) del capitalismo argentino. Eran los primeros años del siglo y eran las raíces de toda la mitología tanguista: "el barrio" (1).

Primero, pues, fue el baile y luego vino la letra -y la voz-, pero eso ocurrió ya mucho más tarde. Sólo que ante todo se trataba de esa voz cuya historia acabamos de narrar: lógicamente la de aquel emigrado francés al que tanto solía despreciar Borges: el Mudo, o sea, Gardel.

Así que mucho antes del "tango/canción", el de nuestras nostalgias, en principio realmente fue el baile. Es decir: el cuerpo. El primer y último tango, el de Valentino y el de Bertolucci, no son por eso más que una irrupción gloriosa, seca, sin melodía, del cuerpo en la pantalla. Primero el cuerpo "construido" de Valentino. La primera vez que Hollywood comprendió a fondo que lo que el cine vende es la imagen de un cuerpo. Y Hollywood (o sea: el mismo capitalismo salvaje que segregaba el nacimiento de los barrios obreros) segregó también la imagen de un "cuerpo/mercancía" a través de un tango: Valentino en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, el fantástico filme que hizo millonario a nuestro valenciano Blasco Ibáñez. Lógicamente también, el capitalismo construyó la imagen de un cuerpo a vender, popular, etc., a través de un ritmo popular (el tango) y a través del auténtico origen de ese ritmo: el tango bailado. Hollywood construyó, pues, a Valentino, y lo construyó bailando. Un cuerpo no es si no se expresa. Pero un cuerpo casi sólo habla en el amor y en la peste, como diría Artaud: o sea, cuando está enfermo y habla en sus llagas, en sus heridas o cuando ama y habla en su erección y en la humedad de su vagina; o cuando imita ese hablar mientras habla. Ken Russell lo ha entrevisto así y escogió un bailarín, Nureyev, para interpretar al cuerpo de Valentino. Un cuerpo "narciso", que se ama a sí mismo al bailar: más una masturbación que un amor. Bertolucci escogió en cambio a la pareja: Dominique Sanda y Stefania Sandrelli bailan en El conformista; Brando y la Scheneider bailan en El último tango en París. Hay en esta película un concurso de tangos, claro, pero no es esto algo que esté traído por los pelos, como una excusa para justificar el título, sino que más bien ese "baile de tangos" constituye algo así -y lo vamos a ver enseguida- como una especie de símbolo real de toda la estructura de la película: cuerpos que "se hacen" al bailar -o al amar-.

O sea, que se deshacen. El tango es el único baile que no mimetiza el coito, que no imita al amor, sino que es realmente una forma de coito, una forma de relación húmeda, pegajosa (o, como decía la vije letra: "El tango es un baile anticuado/ no hay más diferencia que/ antes se bailaba echado/ y ahora se baila de pie..."). Un uso, pues, real del cuerpo, en el pleno sentido artaudiano, nunca una ficción. Pero hay algo más: el tango, al ser exactamente una realidad histórica (y un límite social: el barrio) reviste a esos cuerpos en ese algo más allá de ellos mismos -y que, sin embargo está dentro de ellos mismos-: la historia.

- La historia, el barrio y el cuerpo, o sea: la lucha de clases.

Porque esto es lo insólito del tango: nacido del barrio se traslada directamente al cuerpo. He aquí todo el secreto de su fascinación: el tango rompe, en su propia realidad, en su mera existencia, la frontera entre lo privado y lo público. Por eso los sociólogos y los formalistas se estrellan contra el tango a la hora de interpretarlo. Como en ningún otro sitio, la historicidad está presente aquí, en cada intersticio del ritmo y la letra del tango. Pues, ¿qué es lo que el tango nos dice? Nada más que esto, esta expresividad literal: soy (a la vez) un barrio "y" un cuerpo. O sea, el contexto y el texto no existen para mí; la sociedad y el individuo no existen para mí... Muy al contrario: soy un ritmo que a la vez es una letra, que a la vez es un cuerpo, que a la vez es un barrio, que a la vez es una familia (y toda su ideología del sentimentalismo y del amor), que a la vez es una clase, que a la vez, en suma, es el resultado de una situación de explotación (de lucha) de clase: ahí, la unión del barrio, el cuerpo y el tango y su peculiar "expresividad" en torno al inconsciente ideológico del populismo y sus signos: la navaja, la mala/buena mujer, el pasado, la vieja, el amor triste -e incluso el propio sarcasmo interno- y, sobre todo, la postura de la autoafirmación desde "la orilla" (la imagen clave del orillero: su propia voluntad de ser). La necesidad del lenguaje de situarse en la "otra orilla", en el "otro lado", constituía la clave de la metáfora par Nietzsche. La metáfora es lo que habla desde el desplazamiento: como el texto que imagina al "orillero", un texto desde ese otro lado.

(Notas):

(1) Quizá sí, una premonición de lo que luego -hoy- iba a representar ese salvaje capitalismo actual: el llamado "folclore urbano" o barriobajero, desde los Beatles a la "estética navajera"... Sólo que no se pueden saltar las diversas coyunturas históricas. El barrio del tango era una cosa y la actual cultura barriobajera del punk otra muy distinta. Obvio: aunque la estructura capitalista de fondo sea la misma, la coyuntura concreta, sociológica e ideológica, es radicalmente distinta en ambos casos.

(Fuente: Entre el bolero y el tango. (O cuando los cuerpos hablan), Juan Carlos Rodríguez, Los Libros Imposibles, Asociación ICILE (Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España), Granada 2015. Publicado originalmente en Granada-tango: libro para bailar con las ciudades y en solidaridad con nosotros mismos, La Tertulia, Granada 1982)

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