Juan Carlos Rodríguez sabía muy bien interrogarse, interrogarnos

No sé exactamente en qué momento de hacia finales de 1997, durante mi primer año de carrera, me di cuenta de que algunos de mis compañeros de clase empezaron a hacer cosas muy raras: subrayaban como locos un volumen naranja de la serie Akal Universitaria de título y prosa tan sesudísimos que nadie hubiera pensado que iba sobre Garcilaso (aunque iba sobre Garcilaso); acudían a la asignatura conocida como Cervantes, en la que en pago de mis pecados por hacer la selectividad en septiembre me quedé sin plaza, con un fervor impropio de aquellos años en los que la primera obligación del estudiante era huir de las aulas, como el primer deber del preso siempre será fugarse; leían, mientras yo me limitaba a subrayar con eficaz desgana el Deyermond, sin que nadie les obligase títulos como El largo adiós de Raymond Chandler; y, por si esto fuera poco, me decían no sé qué cosas acerca de la distinción privado/público de las que no entendía nada, aunque me asegurasen que aquel galimatías estaba relacionado con el Quijote. Lo que sí entendía ya entonces, dentro de mis limitaciones, era que mis compañeros estaban empezando a leerlo todo de una manera diferente, tan intensa y atenta que cualquiera hubiera dicho que les iba la vida en ello.

Como en verdad les iba; como en verdad, según constato ahora, a mí también empezó a irme poco después, cuando por fin me sumé al desfile de los que pasaron por sus multitudinarias clases. Muchos lo recordarán más o menos así: cojeando un tanto, con los tacones golpeando la tarima a un ritmo que con los años llegaba a sonar inconfundible, encendiendo un cigarrillo negro con aire de cine antiguo y conciencia de su travesura (id est, contra la ley), hablando despacio y no muy alto, midiendo bien las pausas, disponiendo el discurso a su voluntad, y, sobre todo, siempre, pero siempre, con el sombrero impecablemente calado. De todas las cuestiones posibles, Juan Carlos Rodríguez sabía muy bien interrogarse –interrogarnos– por la que resultaba básica antes de adentrarse en un problema. «Aquí hay una cuestión básica» fue, de hecho, su muletilla más característica. Y jamás la decía en balde.

Todavía hoy sigo sin explicarme dónde estaba el truco, pero consiguió que muchos nos hiciéramos marxistas leyendo no a Marx sino el Quijote. Regáñenme por ello, si quieren, que en su derecho están, aunque primero concédanme la oportunidad de explicarles que eso, contrariamente a lo que parece, era algo muy serio. Cuando cayó en mis manos La literatura del pobre empecé a intuir que uno no sucumbe ante un maestro por cruzarse con una enciclopedia andante, sino con una pulsión de vida. O mejor dicho: con una forma de vida. Incluso en la distancia intelectual que mediaba entre él y sus alumnos, Juan Carlos Rodríguez me hizo ver muy pronto que en las páginas que escribía se insinuaba no uno, sino muchos programas de trabajo por los cuales merecía la pena vivir como vivimos: «Me gusta trabajar las ideas con las manos», afirmaba en la introducción a ese libro que versaba sobre la novela picaresca, pero que parecía escrito por alguien que se lo había leído todo. Describía, en ese prólogo, en los alrededores de esa frase, el desorden de su escritorio. Yo miro el desorden del mío ahora y me doy cuenta de que ciertos hábitos de vida constituyen su legado intelectual más visible. Si me dan un minuto, se lo describo: sobre mi mesa de trabajo en este momento se acumulan, entre otras cosas, los dos tomos –de segunda mano– de la Historia de la pintura en Italia de Stendhal, editados por la vieja colección Austral; ambos se hallan en extraña vecindad con los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, el Libro de Alexandre y la poesía completa del Marqués de Santillana; más allá, pero no demasiado, veo asomar un par de estudios canónicos sobre Góngora, éstos apilados sobre una monografía –me pregunto qué pintará ahí– dedicada a Cándido María Trigueros; no muy lejos tampoco les rondan Umberto Eco y dos volúmenes de William Morris, a uno de los cuales, me temo, aún no le he quitado ni el precinto; en el extremo asoman, me parece, un número de Mercurio y otro de Ínsula; y frente a mí, al alcance de la mano, Entre lo uno y lo diverso de Claudio Guillén, que espera bajo el siempre desafiante Harold Bloom de El canon occidental y la compilación titulada Relatos y poemas para niños de todas las edades. Les aseguro que no me he molestado en llegar siquiera a la mitad del inventario: éste incluye manuales cuya sola mención afearía este texto, cierto libro de historia que ha perdido la camisa, una edición del plano de Madrid de Teixeira y algún cómic de la serie The Sandman. Todo ello sin mencionar las muchas notas de lectura que quizá ya no pueda ni sepa ordenar.

Así las cosas, yo diría que el marxismo que aprendí con Juan Carlos Rodríguez consiste ni más ni menos que en esto: trabajar como un demonio.

Es la única manera que encuentro por el momento de explicar lo que me llevo de mi viejo profesor, autor de una obra cuyas claves no tendría fuerzas ni capacidad de resumir ahora (amén de que Andrés Soria Olmedo ya lo ha hecho razonablemente bien). Como el inventario de mi escritorio, sé de sobra que el de lo que nos deja no podrá nunca estar del todo completo. Juan Carlos Rodríguez presumió siempre de escribir sus libros a partir de sus clases, y en ello anduvo hasta el final, hasta el punto de habérsenos marchado trabajando en un estudio sobre Góngora que nos tenía prometido y que me temo que ya nunca leeremos, aunque seamos muchísimos, tantos como pasamos por sus clases, los que lo vimos escribirlo en voz alta. Si este complicado mundo académico nuestro no nos lo impide, o simplemente si los que estamos en él no nos volvemos todos idiotas, de Juan Carlos Rodríguez tendremos que hablar aún durante mucho tiempo.

Pero de Juan Carlos, simplemente de Juan Carlos, yo me temo que no puedo decir ahora todo lo bueno que se merece por andarme llorándolo todavía. En los últimos años tuve la suerte de contar con su amistad y la de Ángeles, su esposa, mi muy querida Ángeles. Me costó muy poco quererlo, porque Juan Carlos, en la cercanía, era una persona absolutamente entrañable. Los muchos e impagables ratos disfrutados en su compañía ya irán conmigo siempre, razón por la cual no quisiera empañarlos ahora escribiendo jeremiadas. Sí les contaré, en cambio, una anécdota que tal vez no sea del todo generoso por mi parte guardarme.

Mi mujer y yo tuvimos el privilegio de ser dos de las primeras personas en leer el manuscrito de De qué hablamos cuando hablamos de marxismo. Juan Carlos nos lo mostró en una de las muchas ocasiones en que nos reunimos con él y con Ángeles en su casa. Desde hacía algunos años, su ritmo de trabajo era especialmente intenso, como si le apremiara la urgencia. Y yo creo que urgencia, en definitiva, era lo que tenía, pero no precisamente ante la muerte. Porque a Juan Carlos, debo aclararlo, ni le gustaba hablar de la muerte ni tenía el más mínimo sentido que lo hiciese, pues baste decir que cada vez que nos veíamos dejábamos al mundo con un par de botellas de vino menos, lo que significa que hacíamos provisión de un par de motivos más para permanecer en él. No, no era lo suyo ponerse solemne, pero sí devorar con su proverbial inteligencia todos los asuntos que se le pusieran por delante. Muchas veces, me temo, lo escuché lamentarse de la situación de precariedad laboral a la que mi mujer y yo nos hemos acostumbrado. Si lo cuento es sólo para que se entienda que la urgencia de Juan Carlos se debía básicamente a que, como decía parafraseando al Brecht de Galileo Galilei, se era muy consciente de que, en estos momentos de la historia tirando a miserables, no se puede ver por mucho tiempo cómo se deja caer una piedra y decir que no cae. Él no sabía ni quería dejar de examinar la vida ni un minuto.

Y a lo que iba: un buen día salió de su estudio con el dicho manuscrito en un volumen todavía encuadernado en espiral. Tenía esa mirada vidriosa de siempre y se le veía particularmente contento ante la inminente publicación del libro. En un momento dado buscó en una de las primeras páginas y me señaló un párrafo. «Mira esto, Juan», me dijo. Y «esto» resultó ser la respuesta, homenajeada en el libro, que había dado el arquitecto Oscar Niemeyer cuando en cierta entrevista se le preguntó qué es la vida: «Tener una mujer al lado y que sea lo que Dios quiera». Juan Carlos estaba especialmente orgulloso de haber dado con esa joya, que por supuesto no iba a dejar escapar.

Así era él.

(Fuente: "Juan Carlos Rodríguez, una cuestión básica", Juan García Única, Scholé, 26/10/16)

A Juan Carlos Rodríguez (1942-2016) (José Luis Moreno Pestaña)

La definición de los regímenes totalitarios ocupa debates intelectuales y, fundamentalmente, políticos. Hoy lo normal es que el concepto de totalitarismo se invoque sobre todo como reproche desde la derecha hacia la izquierda. Paradójicamente fue un término que nació entre la izquierda, en concreto con aquella que criticó el fascismo y las derivas de la Revolución de Octubre. Una izquierda a la que cabe llamar (tomando el término en sentido muy amplio) trotskysta. Durante la Guerra Fría, sin embargo, aparece un personaje ideológico nuevo: el excomunista, aquel que se encuentra de vuelta de los horrores de su primera fe y se consagra, noche y día, a denunciarla por doquier, incluso entre aquellos que no la profesan; o que la profesan de otro modo a como lo hizo él. Isaac Deustcher, el legendario historiador marxista, escribió con gracia que la lucha final sería entre comunistas y excomunistas y no tanto entre comunistas y capitalistas.

Sobre todo eso Enzo Traverso nos dejó una notable compilación y un excelente estudio introductorio en Le totalitarisme. Le XX siècle en débat (París, Seuil, 2001). Este personaje, el arrepentido del totalitarismo de izquierdas, ha tenido un largo recorrido y casi puede decirse que desde su nacimiento, cada generación nos regala una fracción en sus cohortes intelectuales. Siempre es una fracción que transita de una fe ridícula, fanática y sectaria en el mesianismo revolucionario hasta una obsesión (normalmente: ridícula, fanática y sectaria) por descubrir en los demás los rasgos de su antigua creencia y, a ser posible, con las desesperantes maneras con las que él la acometió. Al respecto puede leerse una obra de Michael Scott Chistopherson que reseñé en su día. Una investigación de ese tipo daría resultados muy sabrosos en España. Dado que el nuestro es un país de importación, encontraremos algunas biografías que parecen talladas para asemejarse a sus héroes imaginarios. La secuencia estándar consiste, me repito, en fatigar con una juventud intolerante, fanática y muy subversiva y seguir haciéndolo con una madurez intolerante, fanática y muy conservadora.

Pero la sociología del renegado político no debe impedirnos estudiar la vinculación entre cultura y totalitarismo, objeto de esta clase. En el primer capítulo de mi libro La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil puede encontrarse un estudio de la renovación radical del personal universitario en la filosofía española. Esa renovación fue acompañada de un modelo filosófico (el comentario de textos) cuyas pautas persistieron a su primera articulación dentro de coordenadas tomistas. Exploraré la cultura y su vinculación con el totalitarismo comunista. La advertencia me permite introducir el problema del totalitarismo en dos planos: el de las formas estéticas y el del contenido (o su ausencia en el trabajo cultural).

Al respecto (la relación entre forma y contenido) puede discutirse si una y otra pueden separarse. La respuesta es no, evidentemente, al menos en el campo de la teoría. Una posición extrema puede representarla el filósofo francés Jacques Rancière (Le partage du sensible. Esthétique et politique, París, La Fabrique, 2000), quien defiende que cada forma artística (la escritura, el teatro o el coro) lleva ínsita un tipo específico de experimentación política. Evidentemente no porque la escritura, el teatro o el coro puedan ser ordenados entre la izquierda y la derecha, algo absolutamente absurdo. Rancière sostiene que cada forma artística conlleva un reparto peculiar de la experiencia sensible: de lo que se ve (en el teatro o en el coro), de la permanencia en el tiempo de la actividad (el ritmo de los cuerpos danzantes impone una permanencia distinta a los signos inscritos sobre el papel). Ahora bien: la tragedia pudo ser el régimen estético de la democracia ateniense y, en otro tiempo, se la apropió la ideología monárquica y lo mismo sucede con la escritura y el coro. Lo cierto es que cada forma artística proporciona ciertas posibilidades: de lo que se representa y lo que no, de qué funciones se le asigna a la palabra y de qué se exige a los cuerpos. La escritura, por ejemplo, permite apropiaciones incontrolables, distintas a las del coro o a la representación dramática.

Con ese marco, la vinculación tensa entre formas y contenidos, puede trazarse una historia de las relaciones entre comunismo y cultura leyendo una compilación del investigador Juan José Gómez. Con el título de Crítica, tendencia y propaganda (Sevilla, Istpart, 2008) se nos propone una excelente compilación de documentos —que van desde Anatoly Lunacharsky a Diego Rivera—, un precioso catálogo de ilustraciones (donde puede verse la incompatibilidad interna del arte comunista: hay un mundo entre Rodchenko y los cuadros idílicos de Stalin paseando con Voloshinov...) y un apéndice biográfico de Teresa Muñoz.

En su muy erudita y clarificadora introducción, Gómez nos describe un primer periodo, contemporáneo de la Revolución Bolchevique, donde el intento por innovar formalmente se encuentra unido a la propaganda revolucionaria. Unido a ello, por otro lado, encontramos una voluntad política ecléctica entre las distintas escuelas artísticas. El titular del Comisariado para la Ilustración, el ya citado Lunacharsky, se negó a plegarse a estilo alguno. En uno de sus textos incluidos en la compilación, el antiguo filósofo empiriocriticista lo proponía con una fórmula digna de Mijail Bajtin y su teoría de la heteroglosia ideológica de los signos: el arte puede funcionar como ideología pura de una clase "o bien experimenta sobre sí las influencias cruzadas de varias clases". Además el arte de una misma clase puede pasar por fases clásicas y decadentes y todos los híbridos que uno imagine en ese continuo. Dicho lo cual, la interdicción de un estilo o la apología exclusiva con una época artística se revela imposible -en términos específicamente marxistas-.

Poco a poco, la propaganda fue abriéndose paso, pero nunca sin enormes resistencias. La clave la condensa Gómez en una alternativa: o bien el carácter revolucionario del arte incluye la experimentación estética o bien se proscribe esta en favor de ganancias en audiencia. Contra lo segundo reaccionó André Breton con términos que permanecen siempre actuales. En el Segundo Manifiesto del Surrealismo Breton escribe desde el compromiso marxista: esta gente no va más allá de "inmundos reportajes", aprovechándose brutalmente, mediante halagos, del sufrimiento de la gente y dándoles, atención porque la frase es crucial, "lo que bien saben que nadie puede recibir, es decir, la comprensión general e inmediata de cuanto es creación".

El populismo de audiencia, cuando se aplica al arte, es una estafa: promete a la gente el acceso inmediato a la creación, cuando la creación necesita tiempo, familiarización y seguramente cambiar las categorías cotidianas de juicio y percepción. Todo intervencionismo en arte, cuando no es caprichosa arrogancia del políticastro sobreestimulado —o de quien ajuste las cuentas con sus iguales donde no debe y quizás ante quien no comprende de qué se habla—, tendrá siempre que enfrentarse a la advertencia de Breton: vendéis aquello de lo que no disponéis, porque la experiencia estética, cuando cambia de verdad la experiencia histórica y biográfica, no se deja empaquetar en fórmulas facilongas.

Sin embargo, sería injusto resumir la relación del comunismo y el arte con este avatar, o creer que se cerró entonces. Un hombre de la III Internacional, el dirigente del PCI Palmiro Togliatti representa un punto de vista completamente ajeno. Interviniendo en la Comisión de Cultura del Comité Central, decía: me han pedido que intervenga en materias de cultura y, sin embargo, yo creo que la mejor intervención de los dirigentes es "saber estarse callados, escuchar lo que dicen los demás y sacar provecho para su propio trabajo y para la dirección del trabajo de otros". Era el 3 de abril de 1954 y plena Guerra Fría.

Y llego donde quería y sé que he dado demasiadas vueltas, pero no he podido ir más directo al asunto.

La mejor intervención es la de quedarse callados. La fórmula es genial y tiene mucho de gestión psicoanalítica de la transferencia: no me pidas el saber que no tengo, habla tú y sostente con tus propias fuerzas... porque no hay otras. Me gustaría mucho comentar esta frase con Juan Carlos Rodríguez y creo yo que le hubiera hecho reír, tal vez hubiera acompañado la risa con alguna procacidad elogiosa y es posible que encontrase en ella mucho del mejor marxismo.

Imagino, para empezar, que le hubiera servido para confirmar algo en lo que creyó siempre: mezclar a Marx con Stalin es carecer de vergüenza y es algo a lo que son muy propensos los antiguos estalinistas. Segundo, tal vez hubiésemos desviado la conversación hacia Brecht: distanciarse, explicaba Juan Carlos Rodríguez ("Brecht y el poder de la literatura", Brecht, siglo XX, Comares, 1998, pp. 190 y siguientes), no es adoctrinar a la gente sino parar la escena, aunque sea un momento, para que la gente se interrogue sobre su individuación histórica, sobre todo aquello que no ve, sobre todo aquello que experimenta y lo que no. Pero no es que el marxismo imponga ser infelices y dejar de gozar del mundo, no: la ideología ya nos separa de nuestras realidades y nos propone mitos imposibles de cumplir. El distanciamiento es introducir distancia en la distancia primera. Persigue, por tanto, rascar algo de la realidad del mundo. Su objeto final son la pautas de sensibilidad incorporadas, hechas carne, aquellas que coartan qué vemos y cómo lo sentimos. Así retrató Juan Carlos Rodríguez el método de Brecht y así creo que podemos caracterizar su propio método de trabajo, el suyo, el de Juan Carlos Rodríguez. En fin, imagino yo que Juan Carlos Rodriguez vería en Togliatti —no en todo Togliatti, sino en ese, específicamente en aquel momento— briznas de una visión marxista de la libertad y del conocimiento: menos mangonear y más aprender que un marxista no tiene que ser un metomentodo universal, un sabihondo con recetas para todo, sino únicamente un analista de allí donde se explota o de aquello en lo que la libertad no puede perfilar sus propios límites. Porque el marxism es libertad para todo menos para explotar. Legislar sobre la experiencia de cada cual es cosa de confesor de la Contrarreforma, nunca el cometido de un marxista.

Todo eso me imagino y ahí tendré que quedarme. Ya es imposible presentar estas ideas a Juan Carlos Rodríguez porque tendré que acostumbrarme a hablar con él internamente. Como el silencio de Togliatti, es de esos silencios que nunca detendrán la conversación, sino que la estimulará pero me seguirá obligando a darme mis propias respuestas. Pero es que así era también mientras Juan Carlos Rodríguez podía responder de viva voz o por escrito: se trataba de un hombre que incitaba a que no parases en tu propio camino.

(Fuente: José Luis Moreno Pestaña, Hexis. Filosofía y Sociología, 30/10/16)