Juan Carlos Rodríguez: La mirada de la moda. La fabricación de la moda y la fabricación del "gusto"


Aunque si queremos hablar de la moda en la coyuntura actual quizá deberíamos comenzar tratando de explicarnos otra cuestión un tanto inesperada: en general, la moda es, por supuesto, un valor simbólico, estético y todo lo que se quiera al respecto, pero la moda es, ante todo, un negocio. Es obvio que mueve miles de millones en las bolsas y los mercados de todo el mundo. Desde que el algodón o la seda o cualquier textura artificial llegan hasta las portadas de las revistas o a las pasarelas televisadas, el proceso de producción parece infinito. Sólo que con una escala intermedia básica: la empresa o la trama industrial donde en realidad se fabrica la moda. Y aquí la sorpresa: las empresas donde se fabrica la moda, sobre todo la moda "Prêt-à-porter", no son empresas como las otras. Este rasgo se resaltaba en el título de un libro muy sugestivo: Des enterprises pas comme les autres. Benetton en Italie, Le sentier à Paris (Publisud, París, 1993). El libro está escrito por M. Lazzarato, Y. Moulier-Boutang, A. Negri y G. Santilli. Lo sintomático de estas empresas es que llevan al extremo una serie de procedimientos que supongo que hoy ya significa un hecho generalizado: habría que analizarlo en concreto en España, por ejemplo en el caso de Zara, convertida ahora en la multinacional Inditex (considerada una de las tres grandes del sector de la moda, junto a la sueca H&M y la americana GAP). Quiero decir las características propias del funcionamiento del posfordismo y del postaylorismo, algo generalizado, por lo demás, tras el resquebrajamiento del modelo clásico industrial en USA. El posfordismo supondría la no-centralización y la no-regulación directa del trabajo; y el postaylorismo significaría el no-control sobre el consumo pero quizá sí un cierto control sobre el dispararse inopinado de los precios, algo fundamental en el terreno de la moda masiva. Las cuestiones decisivas en estas empresas no como las otras (pero que señalan el camino a seguir para las otras) suponen ante todo una prueba palpable de algo que siempre he defendido: el carácter no-sustancial del mercado. Si he planteado una y otra vez el carácter no esencialista de la literatura o el carácter no sustantivo de la filosofía, del mismo modo he señalado el carácter no sustancial ni mágico el mercado capitalista. El mercado capitalista no es autorregulador ni soluciona por sí mismo ningún problema. El mercado es sólo una cuestión relacional, transaccional, el concentrado e la explotación y de su expresión competitiva. En este sentido empresas tan simbólicas como la italiana Benetton y la parisina Le sentier (El sendero) se podrían definir a través de una serie de características básicas, que resumo hasta el extremo:

1) Aunque residan en los llamados espacios industriales urbanos, en realidad su funcionamiento es completamente descentralizado y desterritorializado. Y ello en tanto que se basan en el trabajo invisible y en el trabajo inmaterial.

2) El trabajo invisible podría distribuirse en torno a tres factores básicos, los que se suelen fundir en lo que llamamos también "economía subterránea" o "sumergida". En suma, por un lado la reapropiación del trabajo de las pequeñas empresas y/o del artesanado tradicional (sobre este problema ha escrito Saramago su novela 'La caverna'), por otro lado -y esto es lo decisivo- el trabajo de los inmigrantes más o menos ilegales, los que no pueden tener voz sino sólo expulsión o salida; y por último el trabajo externo, el del sudeste asiático o el de ciertos sectores de Latinoamérica. En realidad estos tres elementos (el artesano, el inmigrante y el foráneo) son tres ejes claves de las externalidades del mercado capitalista propiamente dicho y de la mentira de su sustantividad. La internalidad de la explotación de los propios trabajadores, desde el más especializado al menos, es algo que se da por supuesto ("exprimir el limón" es la consigna). Pero con el descentramiento y la externalidad no se trata de retrotraernos a una época anterior al mercado del capitalismo pleno (retrotraernos, por ejemplo, a la época gremial) sino de plantearnos las cuestiones en su mismo carácter contradictorio: las externalidades y los modos de transacción de estas empresas de la moda, a través del trabajo invisible (o sea, de la explotación al máximo) no sólo desmontan el imaginario sustantivismo del mercado capitalista sino que deshuesan a éste en toda su desnudez. Para hablar del viejo ejemplo del "Rey desnudo", pero al revés, diremos que sólo para el que no quiere verlo este mercado de la moda (como el mercado en general) siempre está desnudo; mientras que en realidad, y muy al contrario, siempre va vestido por su explotación aparentemente invisible. Desde tal perspectiva las empresas de la moda son magníficamente espeluznantes.

3) Pero junto al trabajo invisible (y sus variantes subterráneas) las empresas de la moda presentan un segundo factor no menos decisivo. Me refiero al llamado trabajo inmaterial. Es decir, la importancia (clarividente en ellas) de la información y la comunicación, algo también fantástico al menos en un sentido: detectar el momento exacto y proyectar el momento exacto del cambio del gusto, o sea, la coyuntura de la oportunidad o inoportunidad del nuevo diseño. La información y la comunicación (en sus diversos lenguajes) producen plusvalía hasta tal punto que la producción y la reproducción se funden: las empresas de la moda, insisto, han sido avanzadas en gran medida respecto al mercado capitalista actual. Para las empresas de la moda no sólo el 'time is money' funciona como en ningún otro sitio (la moda es el cálculo del cambio de tiempo y de lugar del "gusto") sino que, en ese proceso de trabajo inmaterial, el eslogan se plastifica: 'the design is money'. De ahí la dicotomía entre la percepción de un posible cambio de gusto y la necesidad de un nuevo diseño del gusto, algo que se corresponde con la dicotomía de una imagen de lectura tan clara como la que se puede apreciar en la publicidad de Benetton. Aparentemente la imagen del moribundo del SIDA -su escándalo más famoso- no tiene nada que ver con los colores Benetton, pero se incrusta en su referente real. De una manera oblicuamente genial la obsesión actual por el SIDA se impregna así con su doble increíble: el SIDA coloreado por Benetton (de hecho esta referencialidad indirecta es hoy la clave de cualquier spot publicitario. Un nuevo tipo de lectura y de escritura icónica).

4) La cuestión del mercado no-sustantivo nos presenta a estas empresas de la moda, sin embargo, con una referencialidad directa: la circulación/información de la moda reproduce casi miméticamente el proceso de producción de la moda. Las empresas de la moda se corresponden así en gran medida con lo que exactamente la moda es en tanto que valor simbólica: algo relacional y transaccional. Una cuestión que abarca elementos políticos, jurídicos y sindicales en todo el ámbito social, en toda la vida cotidiana que respiramos sin darnos cuenta. Quiero decir, un tipo de trabajo (o de explotación de la fuerza de trabajo) invisible e inmaterial; esa práctica de lectura y escritura, esa hermenéutica de sentidos que se difuminan pero que permanecen, un proceso, en suma, que actúa directamente sobre el inconsciente ideológico y su poder simbólico. Desdoblar, con un fundido en negro, la obsesión por el SIDA y la obsesión por los colores de moda, puede resultarnos repugnante, pero el valor simbólico de la moda Benetton ya nos ha pigmentado la piel. Sólo que nos queda por resolver el último eje decisivo: ¿quién sostiene a tales empresas? Evidentemente el capital financiero, que es quien las ancla en el mercado capitalista, pero con una salvedad obvia: su propia diversificación y descentralización es ya una barrera que las puede librar de cualquier quiebra financiera, de cualquier eventualidad a la baja de la Bolsa.

Obviamente el capital vive tan por su cuenta y tan despersonalizado que se necesitan miles de habilidades prestidigitadoras para intentar controlar su tendencia inevitable hacia el alza o la baja e beneficios. Su tendencialidad es lo que estas empresas de la moda intentaron controlar a su pequeña escala.

Pero hay otra verdad que se ha señalado muchas veces y a la que no se le ha dado demasiada importancia. Este tipo de empresas (que en los años ochenta aún no eran como las otras y que hoy son modelo para las otras) tienen un último carácter distintivo. Son en realidad no sólo una versión ampliada de la nueva forma de mercado, de esa transaccionalidad entre circulación e información para diseñar el gusto, sino a la vez, con ello y por ello, son producto de la habilísima reabsorción pro parte del capitalismo de las derrotas de los trabajadores en las luchas de los años sesenta y setenta. Unas luchas producidas por múltiples instancias pero que acabaron por estallar con la última gran crisis del capitalismo occidental a través de la crisis de las materias primas y sobre todo del petróleo, algo que amenazó todo el sistema político/económico existente a partir del año 73 (o en cualquiera de sus alrededores). De ahí, de esa reabsorción de la derrota de los trabajadores, provienen la ramificación y la descentralización de Benetton o de Le Sentier. Ambas concebidas como un entramado de cooperativas, de reincorporación al trabajo activo de los que habían proclamado su rechazo al trabajo explotador, el supuesto paternalismo respecto a los emigrantes fuera de cualquier código regulador, la no menos supuesta presencia real de los trabajadores "inmateriales" (los jóvenes diseñadores, por ejemplo) y la correlación continua entre 'exite' y 'voice', entre la expulsión y la participación. De modo que estas empresas de la moda masiva, modélicas para la mayoría del capitalismo actual de avanzada, suponen un modelo sutilísimo de "progresar" en el interior de la explotación. Así sobre todo el carácter "informal" (es decir, la inestabilidad continua y la indefensión de los trabajadores) a través del "mercado libre" de contratistas, de la ausencia de cláusulas sociales y de sindicación, y en especial, como indicamos, la diseminación del trabajo -hoy generalizada en cualquier sector- a partir de los llamados 'sweatshops' o talleres de sudor, desde América Latina a Asia.

Sólo que puede imaginarse sin dificultad que existe otro matiz, que también hay algo que especifica a las empresas de la moda: precisamente el carácter peculiar de su mercancía. Habíamos señalado antes que desde el algodón o la seda, que desde el nylon o el plástico o cualquier otra textura artificial, hasta la portada de Vogue por ejemplo, había un camino inmenso. Pero el final de ese camino es obvio: se trata de hacer desaparecer de inmediato la mercancía producida.

Lógicamente sólo he puntuado alguno de los recorridos de ese camino en el interludio de sus vericuetos, en el lugar de las empresas de la moda. Y repito que no es más que un esbozo o un esquema. Puesto que también hemos señalado la necesidad de las empresas de captar el gusto o el cambio de gusto en el momento exacto para determinar un gusto nuevo. La importancia de la posmodernidad capitalista otorgó al culto al cuerpo y a las superficies vitales es algo que ha determinado básicamente el circuito maquínico/robótico de la circulación y la información e gustos y deseos. La anorexia y la bulimia no son bromas, son realidades brutales, algo que pasa de la neurosis al trauma y la angustia. Y no se trata sólo del cuerpo. Las industrias de la moda nos muestran hasta qué punto nuestro tiempo capitalista es el tiempo del "sprint", del fulgor y de la desaparición. La rapidez increíble para captar y construir el gusto determina todo el espacio de la moda.

- II.

Claro que aquí tenemos que vérnoslas con el hecho de lo que podemos entender por gusto y por cambio de gusto. Hemos dicho que la mercancía genera su propio fetichismo y que el deseo se fabrica. Obviamente esto supone que fetichismo y deseo tienen que estar imbricados desde-ya-siempre. El deseo es lo que nos atrae hacia un algo que uno fetichiza y que a su vez nos fetichiza. Un Ferrari rojo o una casa en la playa pueden ser una obsesión imposible o posible: pero desde luego la fetichización implica dedicar a eso la vida o al menos parte de la vida. En el prêt-à-porter de la moda lo que se desea, decíamos, es "estar al día", incorporarse al modelo visible. Se interioriza la norma y hay que introducirse en ella. Existe una sintomática relación dialéctica entre el deseo flotante y las empresas que se dedican a cazar lo que se lleva (de ahí que sus empleados sean chicos y chicas jóvenes que husmean por las calles y los campus: los coolhunters), empresas como Future Concept Lab o Youth Intelligence. E incluso el Departamento de moda de la Universidad Bocconi en Italia, o la más veterana Brain Reserve que trabaja desde 1974. Chanel, Calvin Klein, Coca-Cola, Mc Donald's o Nike son evidentemente algunas de las marcas básicas que figuran como clientes de estas empresas creadoras del imaginario corporal. En este sentido apabullante resulta obvio que la moda juega, pues, con lo que se ha llamado "dispositivo social del deseo". El término me parece adecuado, pero tiene una pequeña fisura: parece que la Norma o el Modelo -y nunca mejor dicho- es anterior o exterior al individuo (1). Algo así como lo que la metafísica burguesa clásica llamaba la relación entre el Sujeto y el Sistema. Aunque se admita que somos sujetos fragmentados o segmentados parecería que lo fuéramos por la coacción o imposición de la Norma, por la necesidad de incorporarnos al Modelo. Esto no ocurre exactamente así, a pesar de las apariencias. La relación sujeto/sistema no existe (hablando en estricto) sino más bien como una permeabilidad esponjosa. Por una razón obvia: lo que se llama norma o modelo no es más que lo visible del inconsciente invisible que nos atrapa siempre por debajo. Por eso, aunque no descargo el término de dispositivo social del deseo, prefiero hablar de "atrapamiento ideológico de la libido". El inconsciente ideológico atrapa a nuestro inconsciente libidinal y lo configura y lo arrastra hacia un imaginario determinado: no se sueña con cualquier cosa sino a través de las imágenes concretas que conforman nuestra vida (se reconozcan o no). Dado que el fetiche máximo que generan las relaciones capitalistas (y sin el cual no pueden funcionar) es la imagen del "yo soy libre" resulta evidente que este es el mecanismo que configura en concreto el deseo de cualquier yo: también el deseo del yo de la moda. Es el deseo último que describió Freud: el narcisismo libidinal, la libido individualizante. En suma, el imaginario del "yo soy libre para elegir mi moda".

El inconsciente ideológico del yo soy libre (digamos: la norma social) es el que nos configura, el que nos abre el camino para expresar el narcisismo del yo, incluso para configurar el "deseo es moda". De manera que la fórmula "sujeto libre + narcisismo libidinal" abarca todo el entramado ideológico de nuestro mundo diario y por consiguiente nuestro imaginario corporal de la moda. Es el verdadero espejo en que nos probamos la ropa, es decir, el espejo en que nos reconocemos como dobles de nosotros mismos. La representación de una individualidad auténtica no menos imaginaria.

Puesto que si la libido narcisista del "yo soy libre" es siempre corporal, el mercado de la moda tendrá que estar marcado desde el principio por esas señales inevitables que son las que tratan de alcanzar los cazadores de la moda. Es decir, satisfacer la imagen del cuerpo en sí como libre y mejor en la imagen del espejo. Que nuestro doble nos reconozca y que nos reconozcamos en nuestro doble, ese es el verdadero espejo del mecanismo del deseo y del gusto de la moda.

Si aceptamos que la ideología dominante "sabe" lo que todo el mundo quiere (porque ha construido el "yo soy" de todo el mundo) ello significa que ese mismo inconsciente dominante lo que sabe es el camino y la configuración del deseo que él mismo ha fabricado y que produce y reproduce una y otra vez. Como sin embargo siempre hay fisuras y contradicciones entre el yo y el yo soy libre, el mercado tiene que tener en cuenta las huellas que van dejando esas contradicciones y captarlas o cazarlas en el momento justo para poder generar un nuevo matiz del imaginario corporal hacia la moda, variar la gama de colores en los caminos por los que el deseo puede deslizarse hasta configurar una nueva norma que anunciará su propia ruptura, etc.

Pues, en efecto, aquí radica la segunda clave. Las fisuras -o las rupturas o las resistencias- provienen por supuesto desde el lado oscuro del yo. El deseo siempre es flotante y a veces chirría frente al objeto concreto. Por otro lado el necesario interclasismo y la omnisexualización de la moda chocan de inmediato con los ámbitos sociales más explotados: los trabajadores asalariados, los inmigrantes, y, aunque parezca mentira, el problema de las mujeres de las clases bajas que intentan incorporarse al modelo de mujer impuesto desde arriba. Cuando estos chirridos se aferran al cuerpo de la mujer (pero también hoy al del hombre) se constituye un algo que "disfunciona" dentro de la norma: a ese algo es a lo que solemos llamar neurosis, traumas, angustias, anorexias y bulimias, etc. Es obvio que cuando la miseria psicofísica, sea moral o corporal, no puede interiorizar el modelo (más exacto: no puede incorporarse a un modelo que ya lleva interiorizado), se produce un disfuncionamiento inevitable, un hueco entre el cuerpo y la mente, una rasgadura en el espejo del yo, que puede llegar a convertirse en neurótica o incluso en psicótica. La cuestión de la anorexia juvenil, decíamos, se ha convertido en una enfermedad tremendamente seria, precisamente por la ansiedad inscrita en el deseo de incorporarse a un modelo imaginario que está interiorizado pero que no se considera realizado jamás. Lo cual por otra parte no es más que otro desdoblamiento de la norma o del espejo: el fetichismo que general el propio mercado no es otra cosa que miseria moral, dado que fetichiza precisamente una libertad imposible o corroída hasta los tuétanos. Cuando se nos señala que el capitalismo se ha vuelto loco o que el mercado es salvaje, etc. (o que nos está volviendo locos: la esquizofrenia según Deleuze o la paranoia para Jameson) por una vez habrá que estar de acuerdo con el instinto lingüístico común. El poeta Vicente Aleixandre decía que la lengua es justa. Y ello a propósito de "ser joven" o "estar (permanecer) joven". El biologicismo ideológico cobra así un doble aspecto: ya no se trata de un biologicismo racista, sino de un biologicismo que implica a la vez tanto la necesidad de mantener viva la fuerza de trabajo (para ser mejor explotada) como la necesidad estética de construirse a través del imaginario del cuerpo; sólo si eres joven puedes venderte y puedes satisfacerte en la venta. El mercado, que te compra y te produce, te crea así un imposible imaginario del yo: como das la imagen te sientes satisfecho de la explotación (algo que el espejo no te refleja porque sólo refleja la satisfacción del doblo de tu yo). Mirarte es comprobarte. Esta es la satisfacción del deseo del propio cuerpo en tanto que deseo del deseo del otro. La diferencia entre ser y estar era definitiva para el viejo Aleixandre erótico. En este aspecto se puede aceptar que la lengua sea justa: el viejo Aleixandre añoraba su juventud real, su ser joven frente al mantenerse joven.

Pero es que esa obsesión por el permanecer joven, esa obsesión por el ser joven como única manera de ser, es exactamente lo no-justo, el ámbito neurótico de lo imposible que sin embargo recrea una y otra vez el lenguaje del mercado de la moda y del culto al cuerpo en la imaginería capitalista. Una manera fantástica de reglamentar el imaginario erótico bajo la máscara estética que disimula la necesidad de potenciar hasta el máximo la fuerza vital de la fuerza de trabajo. Este biologicismo doble y tortuoso es el que está inscrito de hecho en la faz ambigua de cada poro de la piel del mercado en general y del mercado de la moda en particular. Con el añadido de que aún queda otro resquicio de miseria moral: esa apariencia de juventud casi eterna que se propone una y otra vez en nuestro mundo, es obvio que hoy sólo la pueden conseguir los ricos/as (precisamente los que sólo viven en la faz estética de la no-explotación) mientras que para los que viven en la faz estética de la explotación resulta evidente que cualquier intento por incorporarse a esa norma biologicista básica (que está sin embargo interiorizada) provoca el desquicio y el trauma. Así podíamos recalcar que la lengua no es justa ni injusta, sino que sencillamente señala lo que ella misma es. El propio lenguaje no es de hecho más que otro tipo de producción social y de la circulación de las mercancías en cualquier aspecto. El discurso no es más que una construcción mercantil, y en el caso de la moda (como en el de la estética poética) se nos presentan estos deslices inevitables inscritos en nuestro inconsciente, como en el inconsciente poético e Aleixandre respecto a la diferenciación entre ser/estar joven. Algo imposible no sólo para los explotados sino obviamente incluso para muchos jóvenes cuya explotación es menos visible.

Así como no se puede hablar limpiamente (sería idiota) de un emisor y un receptor del discurso tampoco se puede hablar de un sujeto que produce o que crea la moda y de un receptor al que espera atraer con su moda. El mensaje del lenguaje del gusto, el discurso de la moda y su sistema (como ya lo entrevió Barthes hace años) es algo mucho más turbio y más opaco (2). Nunca se trata de figuras en el vacío, esa marca de moda que vende o ese receptor de la moda que compra. Jamás el emisor y el receptor del discurso, sea cual sea, existen "in nuce", jamás viven en ese vacío autosuficiente. Tanto la marca como el consumidor, tanto quien vende como quien compra, están unidos de antemano por un mismo inconsciente ideológico y/o libidinal. Como ocurría con el teatro español del siglo de Oro, con las películas del Oeste, donde el Séptimo de Caballería siempre llega a punto, como ocurre en los espectáculos musicales, el público de la pasarela, de la moda en general, ya sabe lo que va a ver, a oír, a comprar. El capital constante no cambia, lo que cambia es el capital variable, los simbolismos o los matices, como en las variaciones del jazz. En ese pequeño matiz de la variedad parece radicar el gusto (radicaría incluso la belleza, como decía Lope), y aunque es evidente que lo he hemos llamado el lado oscuro del yo siempre genera fisuras y contradicciones, al final la norma acaba por imponerse.

Y aquí entramos en otra cuestión normativa: el matiz entre el gusto con minúsculas y el Gusto con mayúsculas. Hume, en el siglo XVIII, estableció radicalmente este matiz que apenas se ha sabido apreciar a nivel teórico. El título de su clásica obra: 'The standard of taste' significa exactamente lo que dice, o sea, la norma de gusto y no la norma del gusto, como tan equivocadamente ha solido interpretarse. Y Hume lo señala explícitamente. La norma de gusto significa obviamente la del buen gusto (la de la alta cultura o la de la alta costura), es decir, el gusto que establecen las personas inteligentes y cultivadas, las clases nobles y ricas. Y ese gusto es el que deberá establecerse luego como norma masiva para el gusto social. Sin necesidad de apreciar este matiz clave de Hume, el sociólogo francés P. Bordieu ha anotado algo muy similar a propósito de lo que él llama la Distinción. Las reglas sociales del neoliberalismo capitalista actual obligan a incorporarse a un capital simbólico, lleno de señales y signos decorativos (lo ha señalado también Jameson respecto a la arquitectura norteamericana posmoderna), una serie de líneas que marcan las reglas de la distinción social, pero en el interior del gusto masivo necesariamente interclasista para el mercado. Algo, pues, que crea competencia, esquizo o paranoia, entre los diversos valores simbólicos incluidos en la norma dominante. Esa regla del capital simbólico (del gusto que implica la normalidad o la superioridad social) desplazan o marginalizan evidentemente a quien no puede incorporarse a las reglas. Esto es lo que provoca el fracaso o el trauma de la "percepción auto-individual", de la rasgadura del doble ante el espejo. Lógicamente lo que nadie se pregunta es quién impone las reglas del gusto, y parece que bastara con borrar en apariencia la distancia entre alta y baja cultura, sin notar que siempre se establece una distancia entre el gusto propiamente "respetable" y el gusto masivo. El diálogo de Leopardi entre la moda y la muerte, el intento de Nietzsche por estetizar la vida acaban por ignorar las verdaderas reglas del mercado, incluido el mercado de la moda. Como el biologicismo ideológico es decisivo en el capitalismo actual, quizá fuera el "antibiologicista" Freud quien mejor nos planteara lo grotesco de esa relación vida/muerte, de esa estética de la explotación en el mercado, a propósito del inolvidable anuncio de una funeraria que Freud asegura haber visto en los Estados Unidos: ¿Para qué vivir si nosotros le podemos enterrar sólo por diez dólares? O de otro modo: ¿Para qué vivir cuando usted está fuera del mercado de la moda?

Como diría Benjamin, toda una alegoría de nuestro mundo (3).

(Notas):

(1) Ya hemos esbozado antes esta cuestión. Pero no importa reincidir en ella pues es la clave de todas las líneas que queremos esbozar aquí: el problema del "yo-soy".

(2) Dos ejemplos básicos: por un lado, la profundización del análisis de la sexualidad femenina (aunque la pregunta de Freud ¿qué desea la mujer? permanezca hoy sin respuesta plena); y por otro lado la inserción del cuerpo en el lenguaje a partir del segundo Wittgenstein. Se supone que, en Inglaterra, el economista Piero Sraffa le habría hecho a Wittgenstein un corte de mangas obsceno, a la napolitana, añadiéndole algo así como, "tradúceme esto a tu lenguaje formal". Sigue suponiéndose que a partir de ahí el místico Wittgenstein -implacable en su primera lógica formal- comprendió que el lenguaje hablaba a través del cuerpo. Quizá por eso Wittgentstein se interesó luego no sólo por la cotidianidad de los "juegos de lenguaje" sino por el habla corporal de los mitos en 'La rama dorada' del antropólogo Frazer.

(3) Soy consciente de que este ensayo -que por supuesto no pretende ser exhaustivo- puede parecer "blando" porque sólo hablo de la violencia del mercado, de la explotación del "yo" y de las "clases", de los dispositivos sociales o del "capitalismo como espiritualidad moral" circulando bajo la producción de subjetividades. Quiero decir, porque no hablo desde la Antropología cultural/esencial (incluso anterior a las subjetividades), el lenguaje hoy de moda. Llevo años señalando que tal Antropología, enmascarada en el vértice del progresismo actual, es el verdadero enemigo de la radical historicidad. En suma, del hecho de que sólo somos producto de la historia y de que cualquier sistema histórico conocido ha sido siempre un sistema de explotación. Pero la escritura de moda es hoy antropológica y se puede observar en antiguos intelectuales de izquierdas ahora desencantados (¿de qué?) como E. Babilvar y su conversión al antropologismo en: 'Nosotros, ¿ciudadanos de Europa?' (Tecnos, Madrid, 2003); en Jean Franco: 'Decadencia y caída de la ciudad letrada' (Debate, Madrid, 2003); o en Néstor García Canclini: 'Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización' (Grijalbo, México, 1995). Evidentemente todos hablan de lo que "hoy se lleva": nacionalismo/populismo, el "apartheid" de los emigrantes, la violencia callejera, el indigenismo, la naturaleza muerta, el lesbianismo o los gays y los travestidos, la historia como mera narración, la tradición oral, la alta y baja cultura, etc. Claro que todos esos problemas están ahí y restallan, pero lo que de verdad restalla es que eso se trate de explicar a través del conflicto entre Naturaleza y Naturaleza Humana (el capital se desvanece). Y baste un ejemplo en el que coinciden J. Franco y García Canclini. Anota la, por otra parte, magnífica investigadora norteamericana (tras echarle casi toda la culpa del problema "latinoamericano" al ¡Estado Patriarcal!) nada menos que esto: "Para los años noventa estaba claro que la sociedad mexicana ya no estaba dividida según las clases, sino segmentada según el gusto" (op. cit. p. 242); y concluye apoyándose en una cita de García Canclini, quien dice: "Mientras unos siguen a Brahms, Sting y Carlos Fuentes, otros prefieren a Julio Iglesias, Alejandra Guzmán y las telenovelas venezolanas" (id. id.). Si esto es la dureza antropológica habría que decir "continuará en el próximo episodio titulado: Aimez-vous Brahms?". Lo que evidentemente supone, en el fondo, utilizar el lenguaje del consumo y no de la producción. Quiero decir, que ignorar la explotación diaria del "yo" significa ignorar quién fabrica el "gusto en la literatura, la televisibilidad, la moda o la guerra (y por supuesto la violencia del cuerpo travestido o de las ciudades repletas de palidez y miedo). Adiós, pues, como dijo Montaigne, y mis respetos al rigor bibliográfico e informativo de esta "onda" antropológica. Un rigor informativo muy cierto, salvo que apenas explica nada.

Fuente: 'Literatura, moda y erotismo: el deseo', Juan Carlos Rodríguez, Ed. de Asociación para la Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España, Los libros de Octubre. Granada, Noviembre de 2003.

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