Juan Carlos Rodríguez nos ha enseñado a leer de otra manera

En otro mundo –pero no en éste– estas palabras que me dispongo a escribir, y en las que el lector espera encontrar unas breves notas acerca del pensamiento teórico del personaje homenajeado, no serían necesarias. Ni siquiera lo serían para cumplir con el protocolo. En otro mundo –pero, insisto, no en éste–, los textos de Juan Carlos Rodríguez no requerirían glosa y sus obras serían ampliamente divulgadas, conocidas, leídas, estudiadas. Algunos de sus libros, como Teoría e historia de la producción ideológica o La norma literaria, serían lectura obligatoria en todas las Facultades de Filosofía y Letras; otros, como De qué hablamos cuando hablamos de literatura o Tras la muerte del aura, reposarían en las mesitas de noche de estudiantes y profesores de literatura, que harían de ellos sus libros de cabecera. El escritor que compró su propio libro o Lorca y el sentido se descubrirían ante nosotros al abrir cualquier cajón, como sucede con las biblias que se encuentran en los moteles de las películas norteamericanas. Pero, como estamos donde estamos (y estamos como estamos), conviene empezar por el principio.

Juan Carlos Rodríguez es, con total probabilidad, el mayor teórico de la literatura de este país llamado España. Pero, además, y no estamos exagerando y ni siquiera se trata del agasajo acostumbrado en este tipo de homenajes, es, con total probabilidad, de nuevo, el mayor teórico marxista español. Ambas vertientes se conjugan, se entremezclan y dan lugar a una concepción de «lo» literario diametral y radicalmente enfrentada a la ideología literaria dominante y establecida. En la primera página de la tercera edición de su ensayo La norma literaria el propio Juan Carlos Rodríguez muestra, de forma muy transparente, de qué se trata:

"Se trata de dar cuatro pasos en las nubes o cuatro pasos en la tierra. Hay una visión generalizada sobre la literatura, sobre la manera de escribirla, de leerla, de enseñarla. A esa visión se la puede llamar esencialista o evolucionista. Se trata de dar siempre cuatro pasos en las nubes, es decir, la misma esencia literaria desde Homero hasta hoy. Por el contrario este libro trata de dar cuatro pasos en la tierra. Plantear que la literatura es un efecto de la historia y de los individuos históricos. ¿Qué otra cosa podríamos ser? Si se quiere, ahí empieza la polémica. Quiero decir que no puede ser lo mismo lo que se escribía en el mundo esclavista grecorromano (donde todo dependía de los Amos y de la Polis), que lo que se escribía en el mundo feudal (donde todo dependía de la escritura de Dios sobre las cosas), que lo que comienza a escribirse desde el primer capitalismo, entre los siglos XIV y XVI, donde todo comienza a depender del mundo laico y del sujeto «libre» (aunque se sea libre para ser explotado). A esto es a lo que he llamado Radical Historicidad de la literatura" [1].

De eso se trata: de bajar de las nubes y de dar cuatro pasos en la tierra. Es decir: de oponernos a la concepción dominante de la literatura –de estos discursos a los que hemos convenido en denominar literarios–, edificada sobre una base ideológica humanista e idealista, que concibe la literatura como un discurso eterno, siempre igual a sí mismo, en el que las sutiles diferencias que se reconocen entre unos textos y otros derivan de ese accidente llamado Historia; y que, más allá de sus matices, comparten su esencia, debido a que todos esos discursos han sido creados por un «autor» que posee el mismo y eterno Espíritu Humano. Pero no: Juan Carlos Rodríguez nos hizo comprender que ni la Historia es un accidente superficial que en nada altera las esencias ni que los autores hablan en la voz de su espíritu; al contrario, la literatura es un discurso radicalmente histórico como radicalmente históricos son los sujetos que las crean y que, de igual modo, hemos convenido en denominar autores, unas veces; genios creadores, en otras.

De lo que se trata, por lo tanto, es de estudiar –de leer, en un sentido más amplio– la literatura como lo que radicalmente es: un producto o el resultado de unas relaciones sociales, políticas, económicas –y asimismo históricas– que, lejos de trascender el momento histórico en que se inscribe, las relaciones sociales que la producen, opera como transmisor privilegiado de ideología y participa en las confrontaciones ideológicas de su época. La literatura no es inocente ni es un discurso autónomo situado al margen –o por encima– de la Historia. La literatura es un discurso histórico y, por consiguiente, cada vez que abrimos un libro no tenemos que buscar en él ese espíritu humano que nos iguale, como lectores, con el autor, identificándonos con sus preocupaciones, con sus conflictos, con sus sentimientos, que hacemos propios por mucho que el texto se haya escrito hace años, décadas, siglos o incluso milenios. Juan Carlos Rodríguez nos ha enseñado a leer de otra manera. Después de leer Teoría e historia de la producción ideológica nadie ha salido igual de sus páginas, nadie ha podido seguir comportándose como lector del mismo en que se había comportado antes. Nace un lector nuevo, crítico, en absoluto complaciente, que se enfrenta al libro, se pone frente a él, nunca a su lado, concibiendo el ejercicio de lectura como una forma de conocimiento radical, una búsqueda de la raíz histórica –la radical historicidad– que produce los textos. Juan Carlos Rodríguez no ha enseñado que la literatura no aparece porque sí, sino que es el resultado de la lucha de clases de una nueva clase social, llamada burguesía, que en su enfrentamiento contra un sistema de explotación feudal en descomposición, inventa –más exacto sería el uso del verbo producir– un nuevo discurso que opera en la legitimación de la burguesía en su lucha por el poder contra una nobleza feudal (o feudalizante), cada vez en una posición menos dominante y más residual. La teoría de Juan Carlos Rodríguez ya se encontraba presente en el párrafo que abría su Teoría e historia de la producción ideológica:

"La Literatura no ha existido siempre.

Los discursos a los que hoy aplicamos el nombre de «literarios» constituyen una realidad histórica que sólo ha podido surgir a partir de una serie de condiciones –asimismo históricas– muy estrictas: las condiciones derivadas del nivel ideológico característico de las formaciones sociales «modernas» o «burguesas» en sentido general" [2].

Este párrafo, que sintetiza de manera muy notable el pensamiento de Juan Carlos Rodríguez y su concepción de lo que entiende por literatura, abre la veda para la polémica: la opinión generalizada de lo que debemos entender por literatura –la conversación íntima entre dos sujetos libres llamados autor y lector– no es natural ni mucho menos eterna; al contrario, es radicalmente histórica. Hasta que no aparezca –de nuevo: se produzca– la noción de intimidad y la noción de libertad, ligadas ambas a la aparición de un nuevo espacio, el ámbito de «lo» privado, será inconcebible hablar de literatura en los términos modernos –i.e., burgueses– predominantes hoy (y, como dice Juan Carlos Rodríguez, cuando decimos «hoy» queremos decir desde el siglo XVIII, aproximadamente).

La literatura no ha existido siempre. Pero parece que esta afirmación, que define la literatura y plantea su debate en términos históricos, y que sirve para cuestionar la ideología dominante al menos –aunque no sólo– en el ámbito de la investigación literaria, no ha hecho tambalear suficientemente los pilares que sostienen la estructura ideológica del capitalismo. Parece como si la teoría de Juan Carlos Rodríguez haya sido apartada a esos espacios de marginalidad que, en aras de la libertad de expresión, concede el capitalismo, pero que neutraliza por medio del silencio y el demérito, convirtiendo a Juan Carlos Rodríguez, en particular, pero también a la teoría marxista en general, en un clamor en medio del desierto. No es casualidad que en su libro De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (…) reconozca Juan Carlos Rodríguez que cuando habla de marxismo –o enfoque sus estudios de la literatura desde la teoría marxista– le vengan a la cabeza unos versos de Góngora que dicen: «Gastar en Guinea razones / y cruces de Bebería». El motivo lo expone a continuación:

"Por supuesto que el sarcasmo implícito en estas imágenes gongorinas se puede interpretar de mil maneras –suele ocurrir siempre con Góngora– pero a mí me interesa sólo ahora un sentido literal muy preciso: si en el XVII intentabas «predicar» en Guinea o intentabas colocar unas cruces entre los bereberes, evidentemente ya se sabía cuál iba a ser el resultado: te degollarían en cuanto empezaras a hacerlo.

¿Ocurre algo parecido hoy cuando se trata de hablar de marxismo? Claro que ahora existe la libertad de expresión, pero obviamente –y diciéndolo de forma muy suave– «el resto es silencio»" [3].

El marxismo, la crítica y la teoría literaria marxista, aquella que no encaja en la concepción esencialista de la literatura, dominante hoy, la obra de Juan Carlos Rodríguez, concretamente, forma parte de ese silencio (…). Formamos parte del silencio instituido (…). Sólo somos silencio, y lo sabemos. Pero sabemos también que solamente dejaremos de ser silencio cuando superemos el capitalismo, es decir, cuando lo derrotemos, sea por desbordamiento o por colisión directa. Dejaremos de ser silencio cuando exista una sociedad en libertad, que, como dice Juan Carlos Rodríguez, es una sociedad libre de explotación.

Ahora le toca al lector romper el silencio. Eso sí, sin olvidar, que lo más importante sin duda es romper el inconsciente. Pues, como decía Althusser, y Juan Carlos Rodríguez ha citado en múltiples ocasiones, «Para cambiar el mundo de base (y junto a otras muchas cosas) es preciso cambiar, de base, nuestra manera de pensar»[4].

[1] Juan Carlos Rodríguez, «Prólogo a la tercera edición», La norma literaria, Madrid, Debate, 2001, pág. 5.

[2] Juan Carlos Rodríguez, Teoría e historia de la producción ideológica, Madrid, Akal, 1990, pág. 5.

[3] Juan Carlos Rodríguez, De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, Madrid, Akal, 2013, págs. 15-16.

[4] Apud. Juan Carlos Rodríguez, Op. cit., 2013, pág. 14.

(Fuente: Fragmento de la presentación del dossier "Juan Carlos Rodríguez", publicado en el número 15 (noviembre 2013) de Youkali. Revista crítica de las artes y el pensamiento, número completo aquí: http://www.youkali.net/youkali15-completo.pdf, David Becerra Mayor)

Malena, un tango para Juan Carlos Rodríguez

Nubes y claros en el cielo cuando amigos, compañeros, familiares y antiguos alumnos despedían un martes de otoño a Juan Carlos Rodríguez en el cementerio de Granada, junto a la Alhambra. En su adiós, se evocó a Pavese ("vendrá la muerte y tendrá tus ojos") y se dijo que Juan Carlos era un regalo de Dios. Cristina Mora entonó cadenciosa 'Moon River' y 'Malena canta el tango' sonó, melancólico, en el frío del último encuentro. Al final, algunos antiguos camaradas de Juan Carlos, puño en alto, tararearon nostálgicos 'La Internacional'. Unas alumnas llevaban en sus manos rosas al profesor que se ha ido... Pero no hay olvido. No puede haberlo, si se ha sembrado. Decía Luther King que "aunque supiera que el mundo acaba mañana, hoy, todavía, plantaría un árbol". Y eso es lo que hacen los profesores buenos: plantar con sus clases árboles bajo cuya sombra, probablemente, no han de sentarse nunca. Que Juan Carlos Rodríguez los plantó, lo decían, llorosos, los ojos de sus alumnas. Y el grupo de jóvenes que subía en autobús a su entierro, comentando anécdotas de sus clases, cosas que Juan Carlos decía y seguirá diciendo en el recuerdo agradecido, que más de una vez sentará de nuevo en las bancas de otro tiempo a quienes fueron sus alumnos, navíos que llevarán su carga de palabras "hacia puertos distantes, hacia islas lejanas", como dijera Celaya.

Nubes y claros, como en la vida, había en la mañana del 25 de octubre cuando algunos asistentes a la ceremonia de despedida bajábamos andando del cementerio, atravesando la Alhambra. El paraíso que a veces soñamos, si no quiere defraudarnos, tiene que parecerse mucho a este bosque que acaba en Plaza Nueva. Y, como a Borges, nos gustaría que fuera también una biblioteca, y que en ella, entre otros muchos imprescindibles, no faltaran libros de Juan Carlos Rodríguez y de Ángeles Mora, que ahora, como Malena en el tango, tendrá pena de bandoneón. Parafraseando uno de sus poemas, recitado por ella en la despedida al que fuera su compañero de vida, habrá de acostumbrarse a otra forma de vida que no estaba escrita, rehaciendo palabras, abrazando la intemperie. Porque, a pesar de la inmensa ausencia, el mundo está -sigue estando, querida Ángeles- aquí.

('Cartas al director', Justa Gómez Navajas, Ideal, 30 de octubre de 2016, p. 38)

Juan Carlos Rodríguez quería desentrañar las redes que nos envuelven y nos hacen esclavos a unos de otros

Perdonen si esta cámara mira hoy de una manera doblemente subjetiva. Es decir, desde dentro y hacia dentro: hace muy poco nos dejó Juan Carlos Rodríguez, compañero de mi vida. Cuando lo conocí escribí un poema que comenzaba diciendo: "No hago nada desde que te vi". Hoy podría decirle "no hago nada desde que te fuiste". Pero voy a hacer algo: escribir este artículo.

No es que no quiera en este momento mirar la actualidad de la vida en común que nos interesa a todos, es que me gustaría verla (aunque fuera solo con un golpe de luz, con un fogonazo de su talento) a través de los ojos que él me abrió, que me fue abriendo desde que lo conocí, lo mismo que hacía en sus clases ante sus alumnos.

Esta no es una columna de viuda, sino de enamorada de su inteligencia y su ternura. Siempre luchó por conseguir un mundo más justo, igualitario, decente para todos. No era un hombre sólo bondadoso, que lo era. Sobre todo quería desentrañar las redes que nos envuelven y nos hacen esclavos a unos de otros. Eso fue lo que más nos unió desde el principio: la pasión por que algún día cambie el mundo. Él quería demostrar que vivimos en un sistema creado por el desarrollo de determinados acontecimientos históricos, y no por un desarrollo 'natural' e inapelable de 'la vida'. Que hemos llegado hasta aquí como pudimos y podremos llegar a otro lugar más habitable para todos. En suma, que la vida no es solo naturaleza sino sobre todo historia y que la historia la hacemos nosotros.

Sé que lo estoy diciendo muy simplemente. Pero incluso decirlo así, interpretando sencillamente apenas algo de lo mucho que aprendí a su lado, vale hoy la pena para mí, porque creo que en el fondo, decir tan solo esto, era ya considerado muy, pero que muy peligroso por el establishment, por el estado de cosas conveniente al poder que nos domina, y por eso siempre se procuró apagar, sofocar como se apaga un fuego ahogándolo con ropa mojada, el impacto de sus libros, llenos de sabiduría y también de erudición, porque consideraba que era necesaria para combatir al enemigo: Saber e ideas para luchar por un mundo distinto.

Quizá fuera este poema de Brecht, citado en el título, El cambio de rueda, el primero que me dio a leer emocionado:

"Estoy sentado al borde de la carretera,/ el conductor cambia la rueda./ No me gusta el lugar de donde vengo./ No me gusta el lugar adonde voy./ ¿Por qué miro el cambio de rueda/ con impaciencia?".

(Fuente: "El cambio de rueda", Ángeles Mora, 'Cámara subjetiva', Granada Hoy, 09/11/16)

Juan Carlos Rogríguez nos enseñó que la literatura no ha existido siempre

Los profesores debemos saber algunas cosas que no pertenecen al temario de nuestras asignaturas. A mí me gusta repetir una de ellas: no es lo mismo tener un empleo que tener un oficio. La necesidad de un empleo tiene que ver con el sueldo que paga las facturas; la suerte de poseer un oficio nos permite ganarnos la vida en un sentido más profundo. Se trata de cumplir una vocación, desarrollarnos como personas, convertir nuestro trabajo en el primer ámbito de compromiso con la sociedad. Ser un buen periodista, un buen médico, un buen profesor, un buen científico..., es la tarea individual de los que se ganan una vida propia dentro de una navegación colectiva.

Un maestro es alguien que nos ayuda a formarnos y nos contagia una vocación. Juan Carlos Rodríguez era un maestro porque su sabiduría se transformaba de inmediato en una forma de mirar el mundo y en un acto de seducción. Pensaba en alto, dejaba suspendidas en el aire palabras como decisivo y obvio y creaba un ámbito de complicidad en el que los aprendizajes suponían un deseo de participación. En una de mis novelas, 'Alguien dice tu nombre', el protagonista es un joven estudiante de la Universidad de Granada deslumbrado por un profesor capaz de hacerle olvidar la burocracia de los temarios, los aprobados y los suspensos. Las asignaturas se convertían en pasión de vida. El modelo de ese personaje de ficción era Juan Carlos Rodríguez, maestro obvio y decisivo durante años para muchos de nosotros.

Resulta difícil comprender hasta qué punto un análisis de los sonetos de Garcilaso o de las liras de San Juan de la Cruz puede convertirse en una toma de conciencia. El debate entre la pureza y el compromiso político pierde interés cuando se comprende que la literatura es una experiencia histórica. Dejan de tener sentido las torres de marfil y los panfletos. El lugar de la historia y de la ideología no se limita a las batallas, los parlamentos y los progresos científicos. Los seres educados en sociedad aprenden un sentido del tiempo a la hora de decir soy yo, soy hombre, soy mujer, te quiero o tengo miedo. Tan históricos son los sentimientos como las constituciones. La emancipación o la dependencia no sólo se producen en las plazas. Afecta también a la sentimentalidad. De ahí los laberintos de la literatura.

Por eso Juan Carlos nos enseñó el peso de la historia y el compromiso hablando de Garcilaso, no de novelas sociales. Y por eso sus alumnos comprendimos la tarea de construir una sentimentalidad otra cuando apostamos por la poesía.

Para enfriar su vacío, para negociar su pérdida con mi memoria, prefiero ahora convocar únicamente recuerdos teóricos. Juan Carlos nos enseñó, por ejemplo, a darle importancia a la mirada. Nos enseñó a preocuparnos por el telescopio de Galileo y por los movimientos de la tierra. Nos enseñó que las relaciones entre la escena teatral y la mirada del espectador condensan la idea que tiene una sociedad sobre el Estado. El teatro de Moratín insiste en la representación pública de la vida privada porque los ilustrados estaban extendiendo la metáfora del contrato social. Pretendían definir la vida pública como una articulación armónica de los intereses privados. De ahí los argumentos en los que las niñas dejan de aceptar matrimonios impuestos por sus padres o se condenan a la mentira si acaban por caer en manos del sí hipócrita.

Juan Carlos nos enseñó a comprender el papel del vitalismo en las rebeldías que surgieron con el fracaso del contrato social moderno. La felicidad prometida fracasó cuando al progreso se le cayó la máscara y mostró el imperio avaricioso del mercado. Los poetas se prestaron a representar el sueño de las víctimas, el mundo de los márgenes, la rebeldía de los no integrados. El esteticismo fue una invitación a vitalizar la poesía o a poetizar la vida, un fluido que cruzó los paisajes románticos, modernistas y vanguardistas. Quebrar ese horizonte, poner en duda la pureza de un sujeto trascendental, era más comprometido, más arriesgado, que deformar palabras con voluntad circense. La batalla estaba en Kant, no en los diversos espectáculos del malditismo. Eso era el saber universitario: un modo de tomarse en serio los libros para mirar hacia la calle.

En fin, Juan Carlos Rogríguez nos enseñó que la literatura no ha existido siempre. Lo que hoy entendemos por literatura pertenece a la construcción del sujeto moderno con el que poco a poco el humanismo quiso sustituir a los siervos de las culturas sacralizadas para mirar con libertad hacia las estrellas. Me recuerdo apasionado con la idea de que el teatro medieval no era teatro, sino una representación muy parecida a la misa. Conocer la lógica del pasado implicaba una buena vía de reflexión sobre los juegos del poder en el presente.

No quiero convocar recuerdos personales, pero resulta imposible. El último libro que publicó Juan Carlos, 'Entre el bolero y el tango (los cuerpos hablan)', es una meditación sobre el populismo, la identidad, Borges y la poesía de carácter no académico. Su lectura me llevó a recordar cientos de noches en nuestro bar de siempre, La Tertulia, en las que hablar de Discépolo, Manzi, Latinoamérica, España, Baudelaire, Machado, Brecht o el telescopio de Galileo era un ejercicio inseparable de las preguntas y las sospechas. ¿Qué hacer? ¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura? ¿Cómo hay que mirar? ¿Cómo se formula un pensamiento capaz de romper la norma? A finales de los años 70 se apagaba la dictadura de Franco, pero la democracia no era para nosotros el rito de votar cada 4 años. Pretendíamos transformar la vida y la historia.

Fue un sueño honesto, o por lo menos fue nuestro sueño, hasta el punto de que aprendimos así a elegir nuestras derrotas. A Juan Carlos, maestro, camarada, amigo, no sólo le debo haber entrado en ese sueño, sino también seguir manteniéndolo cuarenta años después. El porvenir es largo.

(Fuente: "El telescopio de Galileo", Luis García Montero, Ideal, 30/10/16)